Roberto Blancarte.
Colegio de México
Publicado en Milenio 27 de noviembre de 2007
Mucho se ha escrito en los últimos días sobre el incidente en la Catedral. Provocación o no, quedó claro que las palabras de Rosario Ibarra desencadenaron la furia de algunos seguidores de Andrés Manuel López Obrador. Que la irrupción en el templo fue un acto estúpido y reprobable, me parece que prácticamente todo mundo está de acuerdo. Después de averiguaciones, aclaraciones, peticiones, disculpas y perdones, el asunto parece superado. Queda, sin embargo, por analizar lo más importante, es decir, cuál o cuáles fueron los resortes que hicieron que la gente, apostada en el Zócalo, se lanzara al interior de la Catedral, convertida en una turba, agrediendo a los feligreses y causando destrozos materiales.
Publicado en Milenio 27 de noviembre de 2007
Mucho se ha escrito en los últimos días sobre el incidente en la Catedral. Provocación o no, quedó claro que las palabras de Rosario Ibarra desencadenaron la furia de algunos seguidores de Andrés Manuel López Obrador. Que la irrupción en el templo fue un acto estúpido y reprobable, me parece que prácticamente todo mundo está de acuerdo. Después de averiguaciones, aclaraciones, peticiones, disculpas y perdones, el asunto parece superado. Queda, sin embargo, por analizar lo más importante, es decir, cuál o cuáles fueron los resortes que hicieron que la gente, apostada en el Zócalo, se lanzara al interior de la Catedral, convertida en una turba, agrediendo a los feligreses y causando destrozos materiales.
Evidentemente, lo que de manera inmediata desencadenó el penoso hecho fueron las campanadas y el llamado a “indagarlo” de una de las oradoras (en este caso, la senadora Ibarra de Piedra) en la llamada Convención Nacional Democrática. Que dicho sea de paso, ni es convención, ni es nacional, ni es democrática. Pero dejemos ese asunto para otro día. La pregunta que ahora importa es ¿por qué la gente se impacientó con las campanadas y por qué las palabras de la oradora tuvieron eco, o fueron malinterpretadas, para convertirse en ese acicate para la agresión y la violencia? Me parece que, más allá de las cuestiones obvias, hay dos elementos que se deben considerar: el papel político que ha venido desempeñando el Arzobispado y el histórico anticlericalismo mexicano. La mezcla de esos dos componentes constituye una mezcla peligrosa, que no requiere más que de una pequeña chispa para explotar. Eso fue lo que las palabras de la senadora y en general el discurso de la presidencia legítima hicieron posible. No hay responsabilidad directa. Pero queda claro que el arrebato de los simpatizantes de López Obrador se inscribe en una larga tradición de encono con el clero, unida a un más reciente desencuentro político con el arzobispo; sí, el mismo al que López Obrador invitaba a inaugurar segundos pisos, pasando por encima de cualquier criterio de mínima separación entre el Estado y las Iglesias. Pero un cardenal que por algún motivo, probablemente de cálculo político, decidió no devolver los favores. La furia del lopezobradorismo contra el arzobispo se centra entonces en ese despecho de quien se cree engañado por un acuerdo implícito, que por alguna razón no fue honrado. El hostigamiento al cardenal y a la Catedral comenzó desde que Norberto Rivera se inclinó por la legalidad del proceso electoral. Eso fue considerado por algunos (justa o injustamente) como una traición política. En cualquier caso, es evidente que el problema, o por lo menos parte del mismo, se origina en la actuación del cardenal, mucho más política que pastoral.
La otra mitad del problema viene de esa larga tradición que nos hace un pueblo muy cristiano, pero al mismo tiempo muy anticlerical. Y en eso, como lo prueba nuestra historia, no hay contradicción. Los conflictos entre las comunidades y los sacerdotes están documentados por lo menos desde el siglo XVIII. La razón es muy simple: contrariamente a lo que se piensa, el anticlericalismo tiene una raíz religiosa. Como señala René Rémond en su clásico libro El anticlericalismo en Francia; De 1815 a nuestros días: “El anticlericalismo específico no es tampoco irreligión militante: sea lo que sea que piense en su fuero interno del hecho religioso, el anticlerical se defiende de querer combatirlo o suprimirlo; pretende solamente contener o reducir la influencia de la religión a límites conformes a la idea que él se hace de la distinción de esferas y de la independencia de la sociedad civil. Está todavía más lejano de confundirse con la indiferencia religiosa… y que todas las Iglesias denuncian hoy como el peligro mayor… El anticlericalismo, lejos de desinteresarse de la religión, no piensa más que en ella... El anticlericalismo no es tampoco el anticristianismo ni anticatolicismo, aunque frecuentemente ha sido obligado a contraponer el cristianismo de la Reforma con el cual la democracia, la ciencia o la libertad de conciencia podían coexistir sin problema, con un catolicismo romano cuya propensión al clericalismo era irrefrenable. Sinceridad o astucia táctica, el anticlericalismo ha siempre pretendido despojar al cristianismo, puede ser que incluso al catolicismo, de las falsificaciones que lo desfiguran, para restituirlo a su pureza original, enorgulleciéndose de servirlo, y hacer esto mejor que el clericalismo.
”Ciertamente no es éste el anticlericalismo manifestado por las huestes lopezobradoristas. Ése es mucho más básico, pues se ancla en el odio al clero, por sus abusos y por su intromisión en política (peor aún si es en el lado equivocado). Pero se eslabona con otros que, desde la religión popular o desde el catolicismo más “culto” aborrece al sacerdote que se inmiscuye en terrenos que no se consideran los que le corresponden. Se trata de combatir al clero cuando la acción pastoral se vuelve puro clericalismo. Y se termina luchando contra el clero politizado. Como ese que, por error o por cálculo, tocó las campanas durante quince minutos, interrumpiendo las palabras del profeta.
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